miércoles, 10 de abril de 2019

El Descontrol 5: el bar




La gente del bar miraba de reojo a Carol, pero tampoco tenía mucho tiempo para fijarse en ella con el partido de Champions que daban por la tele. Allá en la esquina, con la cara envuelta en el pañuelo, limpiándose las lágrimas, ahí estaba Carol. Lo mismo se creía la parroquia que ella estaba así porque era una hincha del PSG, que era el equipo que estaba perdiendo en ese momento.

Me quedé clavado unos segundos allí mirándola, dividido entre ir a preguntarle qué le ocurría (y de paso preguntarle por qué carajo nos había llevado una moto robada al taller) y ver el partido con mis colegas. Y quedarme así sin más, y ya contarle a los del curro al día siguiente que había visto a la ladrona de motos. 

Opté por no hacer nada. Pedimos unas bravas y unas cervezas y atacamos el alijo mientras nos sentábamos a ver el partido. Sin embargo, miré a Carol de vez en cuando. Hoy no se había arreglado tanto como la primera vez, estaba más normal, más campechana. Y precisamente ahí estaba lo que me llamaba la atención. Parecía otra persona distinta, no aquella pija que vino a vernos con aquel pedazo moto. Y llevaba el pelo bien negro, no rojizo como el día aquel. Negro azabache, más negro que la uña de un minero en el sobaco de Mandela en el fondo del mar metido en un cofre de tinta china. De un tono muy parecido al de la gótica que el viernes anterior había robado la caja registradora del otro bar. Tan parecido que ahora que lo pienso tenía que haber caído en la cuenta antes de que las dos eran la misma persona.

Pero como en ese momento no paraba de llorar, a mí ni se me pasó por la cabeza. 

— ¿Qué miras ahí? —me preguntó Pedro, uno de los dos colegas con los que había ido a ver el partido—. ¿Te mola la tía esa?

Yo les conté lo del robo de la moto y el cacao que se llevó el jefe por su culpa.

— A lo mejor se siente culpable —dijo Alex. 
— Y qué más —contestó Pedro—. Será por otra cosa que llora. La gente así no se siente culpable por nada. Pero me hace a mí lo que a tu jefe y ya iba para la mesa y le metía un sopapo. 
— Pregúntale, anda —dijo Alex—— Ve a preguntarle. A ver si te dice por qué...
— Luego, luego... es que ahora...
— ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOL! —oímos que gritaba la gente, y en media décima de segundo el ruido se lo llevó todo.
— ¡Mierda! —hizo Pedro, pero apenas se le escuchó berrear—. ¡Me lo he perdido!
— Si estuvierais por lo que tenéis que estar... —dijo Alex, que lo había visto de milagro—. Que ya no respetáis ni lo más sagrado.

Dos a cero. Carol no paraba de llorar. Los colegas ya no se fijaban en ella, era como si ya hubieran agotado toda la cuota de neuroneo que le tenían asignada.

— Te fijas mucho en ella para ser sólo curiosidad —dijo Alex al cabo de un rato, cuando me pescó mirando a Carol de nuevo. Venga, dile algo.
— O vas tú o voy yo —dijo Pedro.

Eso sí que era una amenaza. Cada vez que Pedro habla, sube el pan. Y es mejor que no haga. Pero aquel día se quedó a gusto. Aún no sé cómo seguía cayendo en sus provocaciones. Claro que ninguna de esas veces me salió tan caro como el día aquel.

Total, que voy a la mesa de Carol dispuesto a hacerme el simpático. Algo que no es un escalofrío pero que se le acerca me recorre ese espacio que hay entre el esternón y la tráquea mientras camino como un pato mareado hacia su mesa. Voy a preguntarle qué le pasa y todo eso. Nada más. No es asunto mío, mierda, ¿qué hago de pie y por qué no me vuelvo? A lo mejor lo único que quiere es que la dejen en paz. Pero entonces no vas a refugiarte a un bar a toda hostia el día de un partido de la Champions. Entonces, como un rayo que pasa por mi mente, se me ocurre el cuento de que la reconocía del taller. Y que si puedo hacer algo por animarla, claro está, la típica reacción altruista e instinto humano. A lo mejor así no lo toma como un acercamiento no deseado. ¿Pero qué estoy diciendo yo ya? ¡Si ni siquiera me gusta la loca esta!

Cuando estoy pensando todo esto ya me he sentado no sé cómo en la silla de delante. Estoy con los huevos por corbata. Pero vamos a ser razonables, pensé. Puede que te cuente algo Lo peor que te puede pasar es que te eche. Porque no creo yo que tenga una pistola metida en la chaqueta, ¿no?

La primera vez que me mira a los ojos me siento como delante de uno de esos espejos deformadores de las ferias. Pone la misma cara de sorprendida que yo, sólo que multiplicada por treinta, como la máxima sorpresa que una persona puede expresar.

Y en ese momento me doy cuenta de que tiene los ojos azules y me extraña, como si fuera posible ver a alguien una vez y no darse cuenta de una cosa así.

— Ey... —le digo—. ¿Qué te pasa? ¿Puedo hacer algo por ti?

No me contestó. Paró de llorar y se secó las lágrimas con una de las servilletas de papel de la mesa. Luego se sonó de una manera que se le oyó en medio del bar aun por encima del retransmisor del partido:

— ¡PPRRRRRTTT! mch, mch. Mch.
— Si quieres me voy —le dije.

Ella contestó que no con la cabeza. Ya no lloraba. 

— Oye, ¿y qué te pasaba? Bueno, si me lo quieres contar...

Miró hacia abajo. Se volvió a limpiar los mocos. Y entonces me di cuenta de que no hay nada en la mesa. Más aún, me acordé de que en realidad la mesa llevaba monda y lironda desde que entré con mis colegas en el bar hacía rato. 

— ¿No te traen lo que has pedido? 

La mirada que me lanza me indica que no se esperaba esa pregunta. Si es que soy un genio adivinando cosas, me dije.

— ¿Por eso llorabas? ¿Te sentías dejada de lado, o algo?

Recuerdo que esa es la primera vez que pensé que Carol estaba loca. Me miró sorprendida y acto seguido se echó a reír, como si yo hubiera dicho la tontería más grande del mundo, como si fuese tan inocente que hasta no se lo pudiera creer. Debía de andar metida en un buen lío, uno de los gordos, pensé. A ver si aún iba a salir mal de esta.

No sé por qué no me había largado ya de allí. Pero supongo que algo me estaba reteniendo. Tal vez el hecho de que hubiese robado una moto, su llanto, su risa, lo guapa que era, o las ganas de recordar cómo sonaba su voz. O tal vez fue que sentía las miradas del Pedro y el Alex clavadas en el cogote. Si no no me explico cómo fui capaz de ignorar un partido de Champions.

Entonces levantó la mano. El camarero, que no paraba de un lado para otro sirviendo a todo el mundo, dejó lo que hacía y se acercó poco después. 

— ¿Sí?
— Lo de siempre, por favor —dijo resuelta.
— Marchando.

El camarero se fue y me quedé con Carol a solas de nuevo. Entonces ella suspiró. Y de repente, no sé si por el gesto o por si los pensamientos hacía rato que me bailaban por el tarro, me di cuenta de que la gótica del otro bar era ella.

— ¿Qué te pasa? —me pregunta—. Parece que hayas visto un fantasma.
— No, es que... bueno, ¿te acuerdas de mí? Soy el del taller... y te he reconocido y...
— ¿Qué taller?

Ahora hacía comedia.

— Pues el taller donde fuiste la semana pasada.

Frunció el ceño, como no entendiendo.

— Sí, hombre, el taller donde llevaste aquella moto... 
— ¿Qué moto? —preguntó extrañada. 
— Pues para no acordarte metiste a mi jefe en un buen lío, ¿sabes? —le dije, olvidándome por completo de que había venido a animar a una pobre alma en pena. 
— ¡Ah, aquella moto...! —dijo entonces, como si se le hubiese pasado un detallejo sin importancia—. ¿Y por qué dices que metí en un lío a tu jefe?
— ¿Sabes que te ha denunciado?
— ¿A mí? ¿Por qué?
— ¡Hombre! La moto era robada, ¿te parece poco?
— ¿Qué me estás contando?
— ¿No lo sabías?
— ¿Yo? 
— Tú sabrás lo que haces, a mí no me tienes que despistar. 
— Pues ni idea —me dice.
— ¿Y qué hacías con una moto robada?
— Yo es que la vi huerfanita y la pensé llevar al taller, nada más, hasta que alguien la reclamara. 

El camarero viene y nos sirve las dos coca-colas.

— ¿Has pedido para mí? —pregunto extrañado.
— Claro.
— ¿Por qué?
— No me vendrá mal algo de compañía. Por cierto, ¿te apetece cenar?
— Es que... —hice señalándole las tapas que estaba comiendo con los colegas.
— Ya, no tienes mucha hambre, ¿no? Tranquilo, no he pedido tanto por lo mismo...
¿Pero esta qué se ha creído?
— Pero es que he venido con unos colegas y...

Sigo la dirección de su dedo y me giro. Era verdad. Están enfrascados en el partido. Y yo me lo estoy perdiendo por culpa de Carol.

— Si no te sabe mal... me vuelvo a la mesa. Sólo quería saber qué había pasado con la moto.
— Pues ni idea.

Ya me había levantado y dado la espalda a Carol cuando me viene algo a la mente.

— Y... una cosa... antes de que me vaya... ¿por casualidad estabas el viernes pasado en el Bar Esciliano? 
— ¿Bar Esciliano? —dice con los labios apretados hacia adelante, con cara de no saber nada.
— Sí. Creo que se llamaba así, vaya...

Frunce el ceño.

— Me suena vagamente. ¿Qué pasó?
— ¿Pero no te acuerdas? —digo volviéndome a sentar—. ¡Pero si estaba lleno de gente!

Ella dice que no. Sólo me pregunta quién había allí. Como si ella y yo nos conociéramos lo suficiente como para tener amigos en común o algo...

— ¡Yo qué sé! ¡Sólo fui con mi novia, y...!
— Ah —sonríe—. Tu novia...
— Sí, ¿qué pasa?

Para cuando estoy a medias con la anécdota, el camarero ya le ha traído a Carol todo lo que ella le ha pedido y se lo come mientras sigo hablando. Me deja coger de las bravas, y luego de los buñuelos, y al final me termino bebiendo la cola. Y para cuando acabo de contarle lo del viernes ya he comprendido que igual tiene algo chungo, la chica esta, además de la epilepsia de la que hizo gala.

—...y una chica te acompañó hasta la puerta y te llevó hasta un taxi, y así te fuiste...

A medida que voy terminando asiente con la cabeza y abre mucho los ojos mientras mastica, como estando tan de acuerdo con lo que le digo que apenas puede creérselo.

— Dios mío... —dice con la boca llena, una mano en la frente y los ojos muy abiertos—. Dios mío, es verdad... Creía que lo había soñado...

Traga, se pasa la mano por la boca y le cae alguna menudencia de lo que ha comido. La miro y constato que al final va a ser más espectáculo que el propio fútbol. Ha puesto los ojos como platos tantas veces a lo largo de la conversación que ya estoy lamentando haberme vuelto a sentar con ella. Empieza a darme algo de miedo. Si no está loca, pienso, por lo menos se esfuerza mucho por aparentarlo. O eso o estudia teatro y me usa de conejillo de indias.

— Oye —me dice de repente, y me mira como si hubiese descubierto un diamante embruto—. Oye, oye. Tú tienes muy buena memoria, ¿no?
— Bueno... la suficiente como para acordarme de que el viernes pasado se montó un pollo en el bar ese porque alguien se llevó lo de la caja —le digo intentando que se dé cuenta de que sospecho que ha sido ella— y de que el lunes anterior mi jefe se agobió que no veas y nos agobió a nosotros que no veas sólo por tener el establecimiento lleno hasta los topes de polis.
— Es que creo... oye, ¿te importa un momento? Creo que tengo que ir al lavabo...
— Sí, claro.

Aprovecho la ocasión para volver con mis colegas. Luego ya le diré a la mujer esta que había tardado un poco, que mis amigos me echaban de menos, que gracias por los buñuelos y las patatas. Lo típico, vaya. 

Y por Dios, ¡qué ganas tenía de seguir viendo el partido! Mis colegas me preguntan y yo les voy contando, sin reparar en si la loca me está oyendo. Ni siquiera me doy la vuelta. Para cuando lo hago veo que la mesa de Carol está vacía. Ya se ha ido, y se me pasa por la cabeza que no voy a volver a verla.

— Goooooooooooooooooooooooooooooooooool! —gritó el comentador.


— ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL! —se deshizo en gritos el bar entero.

Y total que acaba la primera parte, pasa el medio tiempo, termina todo el partido y ya acabamos de pagar lo nuestro cuando el del bar me dice que si se me han olvidado los buñuelos, las bravas, las cocacolas...





lunes, 25 de marzo de 2019

El Descontrol 4 - El comienzo




Efectivamente, era Carol quien había fingido el ataque de epilepsia aquella noche para que la empleada, que estaba compinchada con ella, le llevara el contenido de la caja. Ya, lo sé. Antes dije que Carol era pelirroja, y la chica del ataque de epilepsia era una gótica de pelo negro. Pero el caso es que hasta ahora no he podido averiguar cuál es el color de pelo natural de Carol.



El pollo que se montó nos tuvo recluidos en el garito aquel hasta que entre todos consiguieron que se serenase el energúmeno del dueño. Al cabo de cinco minutos larguísimos dejó de soltar alaridos y que de ahí no se movía nadie hasta que apareciera la pasta, y que iba a denunciarnos a todos y a llamar a la policía. Y el tío aprovechó para avisar de que ya podíamos vaciar los bolsillos con amenazas de arrancar según qué cosas al listillo. Ahora que lo pienso, ¿es machista que a uno no se le ocurra pensar que quien ha cometido un robo sea una mujer? Dejémoslo. Ahora al recordarlo me hace mucha gracia, pero Dios, qué miedo pasé. 



No lo sabía entonces, pero ese fue el principio del fin de mi relación con Lucía. No sé cuántos años más me hubiera pasado languideciendo en aquella dinámica nauseabunda que apestaba a nido de cucarachas, y tampoco sé decir si estoy mejor ahora en ese aspecto o si estaba mejor antes. Pero sí puedo decir que la culpa fue de Carol.

Yo de momento no he sabido de ningún gililoco que haya inventado una app para medir la rabia por centímetro cúbico de aire, y rezo porque así siga la cosa. Y sin embargo, de todas formas, doy la idea, a ver si alguien la recoge y terminamos de volvernos todos locos y con suerte peta el mundo o algo. Pero menos mal que aún no existe nada parecido porque entonces Lucía, la que era mi novia, se habría descargado tal aplicación, lo mismo que se descargaba aplicaciones para contar pasos, contar kilómetros, contar latidos de corazón y contar cualquier cosa contable (y luego me daba la vara con explicaciones al respecto). La noche del ataque de epilepsia le habría petado el móvil por sobrecarga, teniendo que barrer una de piezas por el suelo que le daba para un Lego. Y luego me habría tocado a mí tener que regalarle uno nuevo por su cumpleaños, o su santo, o por el aniversario, o por una de las ocasiones especiales que surgían como setas a lo largo del año.

Pero entonces, en la tarde de un miércoles cualquiera, que no sé si fue de dos o tres semanas tras el incidente de la epilepsia, me fui a un bar a merendar con los colegas mientras veíamos el partido de Champions. Allí encontré a una mujer que lloraba a lágrima viva en una de las mesas.



Esa vez sí la reconocí al instante. 



Era Carol.





martes, 12 de marzo de 2019

El Descontrol (3): el ataque de epilepsia



Resultó que la moto era robada, nos dijo el jefe al día siguiente. 

El día que me encontré el taller rodeado de polis tardamos en retomar una actividad tirando a normal y al jefe no le llegaba la camisa al cuello, sintiéndose como se sentía objeto de sospechas. Los polis querían saber si él había consentido en tapar el robo de la moto, si sabía algo, si conocía a quien la trajo al taller... y un millón de cosas más.

¿Pero robada a quién, y por qué nos la endilgó aquella mujer en lugar de venderla en el mercado negro? Normalmente cuando robas una moto no la vas a regalar, ¿no? A no ser, claro, que creas que deshacerte de ella en un taller es una buena protección, porque va a tirarse aquí durante días. Pero entonces estaría loca, ¿o qué? Debes de haber dejado miles de indicios —pelos, caspa, huellas dactilares— que te incriminen. ¿Así que por qué no venderla o prenderle fuego, o romperla y enviarla al chatarrero?

En fin, que al cabo de los días al jefe se le pasó el disgusto, y al final nosotros también dejamos de tocar el tema y retomamos nuestras funciones de robots humanos en aquel taller. 

Aunque a veces volvíamos al asunto.

— La burra esa... —se quejaba el jefe—. Una puesta a punto general, me dice, no le pasa nada, dice, es que me gusta tenerla perfecta. ¡Robada nada menos, la madre que la parió! ¡Un poco más y nos meten en la trena a todos! ¡Y el negocio va a tomar por culo por su culpa, qué te parece! ¡Pues la mañana perdida a mí quién me la devuelve! ¡Y el disgusto, y el ataque al corazón que casi me entra! ¡Por no hablar del trabajo y el tiempo perdidos! ¡Que si puesta a punto, mano de obra, cambio de aceite, engrase y todo el resto de mierdas, todo gratis, y la poli va y se lleva aquella moto que a saber de dónde ha sacado la burra esa! ¡Hale, al cuerno! ¡Venga trabajar y todo para nada! Como la pille por el barrio me va a oír...

Pero lo decía para descargarse. Todos sabíamos que a esa no le volvíamos a ver el pelo.

Y a decir verdad fue cierto. No ese mismo pelo, por lo menos. 

Creía que podría volver por fin a mi vida gris y aburrida, pensé. Pero el viernes por la noche siguiente, cuando me fui de birreo con Lucía, mi novia, ocurrió otra cosa extraña. 

En el bareto había gente para dar y vender y música bonita y campechana. Lo normal en una noche de viernes. Lucía me hablaba de sus problemas con sus compañeras de trabajo, de lo que le había ocurrido durante la semana, la  nueva música que había descubierto y la nueva app que acababa de encontrar, una que servía para contar el número de veces que te pasa cualquier cosa y volverte un poco más neurótica si cabe. Todo iba más o menos bien hasta que le pregunté que por qué no abría un contador nuevo, para poner la primera vez que a una tía le daba un chungo en la mesa de la esquina.

Habíamos oído un grito y justo después una munión de gente que se arremolinaba en torno a la silla caída, a cinco mesas más allá, justo en la esquina que estaba más a mi derecha. Entretanto sonaba como si nada la música, que en ese momento reproducía Qué pasará, qué misterio habrá. Se montó mucho revuelo, y mucha gente se levantó para acercarse, pero como todos no pudieron a la vez algunos empezaron a dar vueltas por allí. El grupo que se había formado en torno a aquella mesa estaba mirando a algo que estaba en el suelo. Yo también fui hacia allí. Era una mujer joven que tenía el pelo muy negro y los ojos con mucha sombra del mismo color, mientras que la piel era bastante blanca. Su ropa era negra también, con complementos como redes en las manos. Su cuerpo se movía y tenía convulsiones mientras la empleada de la barra se acercaba. 

— Es epilepsia —dijo alguien, y a todos nos pareció muy factible, vistos los ojos en blanco y la espuma que le salía por la boca—. Dejadla respirar, ya se le pasará, lo único que hay que hacer es dejar que se le pase y que no se ahogue ni se trague la lengua. Lo sé, a una colega de mi primo le ocurre lo mismo.

De modo que por eso tenía la cara tan blanca, y yo creyendo que era por gótica. Ahí la dejamos, y muchos volvimos a nuestras mesas. Me volví a sentar con Luci, y nos pusimos a hablar de lo que había pasado mientras la mujer convulsionaba y la muchacha del primo la asistía y procuraba que no le ocurriera nada. 

Cuando se le pasó el ataque la vimos ir a la caja a pagar lo suyo y abandonar el local andando encorvada, agarrada del brazo de la mujer que ahora la ayudaba a salir a la calle, que le preguntaba si quería que llamara a un taxi mientras la otra asentía con la cabeza. Pero no pudimos hablar mucho más de ella. Algo estaba pasando tras la barra. La empleada que había ido a socorrer a la gótica de cara blanca y pelo negrísimo discutía ahora de manera muy acalorada con su jefe al lado de la caja registradora.

En fin, nos dijimos, y Luci y yo seguimos hablando.

Pero el jefe del local se puso en medio de su antro y profirió con voz muy alta:

—¡¡De aquí no se va nadie hasta que salga el que se haya llevado lo de la caja!!
























jueves, 7 de marzo de 2019

El Descontrol (Capítulo 2): El taller


Ahora que lo pienso, yo vivía muy tranquilo antes de conocer a la loca. Demasiado tranquilo. Sólo las canciones de la radio y la charla con colegas de curro y el jefe amenizaban la odisea de currar allí. Los días pasaban entre resquicios de motores, válvulas, chasis, árboles de levas y cosas similares. Todo para gente que se queja más que habla y quiere para ayer lo que no puedes tener para mañana. Así que me comprenderéis si os digo que yo aquella vida la echaba de menos, porque así es. Pero que si me dan a elegir entre volver y quedarme aquí en el interrogatorio con los años que me pesan cual espada de Damocles ya no sé yo qué pensar.

La primera vez que veo a Carol entrar por la puerta del taller también fue la primera que pensé que nunca había visto nada igual. Su par de tacones sonaba más fuerte que el ruido de una moto y los oías desde lejos. El bolso del Zara de piel de cocodrilo y la melena pelirroja vinieron luego, acompañados de una nube de su Allure Eau de Parfum con el que más adelante me dijo que se había rociado aquel día; con objeto, supongo, de iniciar la guerra química. Mezclado con el olor de la suciedad, el sudor mío y de los demás, el aceite, la grasa, las máquinas, el carburante y otras emanaciones del taller, aquello daba un resultado cuando menos curioso que nunca he vuelto a sentir en ningún lado. 

La vi —yo y todos los demás— acercarse a mi compañero Lucas, junto al eleva-coches, y preguntarle algunas cosas. De ahí pasó a hablar con el jefe... con el que estuvo de cháchara algo más de tiempo. Cantaba como una almeja en una frutería con su maquillaje y labios pintados rojísimos. Sin embargo, salvo toda la allure que le vi pasear por el taller, no pensé que fuese una mujer especial ni nada por el estilo. Al taller, por cierto, le sentaban como a un santo dos pistolas aquella chaqueta de pelo de vete a saber qué animal, y su vestido rojo floreado que parecía que iba a ir a una boda, y sus cadenitas y pendientes y ese tipo de pijadas. Era guapa, eso sí que no se niega. E iba maqueada con el pintalabios y el rimel justito para no pasarse. Poco se le apreciaban sus encantos más bajos tras la ropa, pero Carol no necesita arreglarse demasiado para ser de esas que si no están buenas poco les falta. Claro que pensé "¿pero quién es esta y qué hace aquí?". Y todo ese tipo de cosas que se te pasan por la cabeza cuando viene un cliente nuevo. Pero nunca pensé que iba a ser... en fin, que Carol iba a ser Carol.

Quiero decir, a mi taller había venido gente de lo más dispar. También modennos y aburguesados, de esa gente que se arregla a tope aunque en el fondo sea un comemierda como todo hijo de vecino. Pero aquello era distinto. No sabría decir cómo, porque entonces era lego y lerdo en ese tipo de cosas. Pero algo había en esa tía y esa moto —no veas qué cilindrada se gastaba la tía— como para que nos preguntásemos por qué no iba a algún taller de los decentes, en otro barrio poblado por casta de mayor poder adquisitivo, esos antros equipados con la mejor tecnología punta alemana cubiertos de diamante en polvo que sólo podíamos imaginar en sueños. Y de paso nos preguntamos por qué traía la moto ella misma cuando parecía la amiga de la cuñada de un invitado a una boda real. Una mezcla rara de desconfianza y de otras cosas entraron al taller con ella, y allí se diluyeron en mis pensamientos cuando la vi marcharse.

No sé, nunca me han ido las pijas. Tan arregladas que hasta dan un poco de asco, eso pensaba. La verdad la veo ahora. Mucha fachada y pajareo mental es lo que hay. Eso de que eran inalcanzables para mí ha caído como el membrillo maduro que era yo, en parte porque desde entonces me he tirado a varias que aún están más buenas y maqueadas que Carol. Gracias a Carol, por cierto. Y ya he visto que no era autoengaño; las pijas no me interesan. Y de hecho pueden ser peores que las otras.

Pero al cabo del rato me olvidé de Carol, de de objetificar a las mujeres y de qué debía hacer aquella pija en el taller. 

No fue hasta dos días después que la vimos aparecer con una Kawasaki de las más impresionantes, y al instante mi jefe dejó lo que estaba haciendo y corrió a saludarla. Volvió a hablar con ella, y Carol preguntó unas cuantas cosas sobre el taller como para hacerse la simpática, y se fue dejando allí la supermoto. Y los días fueron pasando, y yo pensando que tiempo después ocurriría como con cualquier otro cliente. La vería recoger el vehículo, irse y no volver nunca jamás.

Sí que es verdad que no volvió nunca. Pero se olvidó de venir a por la moto antes. Nos quedamos allí con el vehículo, esperando a qué pasaba.  

Hasta que un día, según iba al trabajo, me encuentro el percal. Cuatro coches de la poli rodeaban el taller, y el jefe estaba rojo como un tomate, con la camisa tan mal puesta como si estuviera beodo, contestando a las preguntas de los agentes. 




miércoles, 6 de marzo de 2019

El Descontrol (capítulo 1): El juicio



Soy mecánico de coches. Toda la vida lo he sido, y siempre lo seré. Eso es todo lo que soy y eso es todo lo que podré ser algún día.

— ¿Era mecánico de coches al nacer también? 
— S... no. Obviamente, no. 
— ¿Pero entonces sí lo era cuando entró en el Banco de Inversiones con un coche y se llevó la puerta por delante?

No deja de tener gracia que fuera en un banco precisamente. Y una coincidencia que acabáramos allí. Justo donde empezó todo. 

Respondo como puedo a las preguntas del fiscal con la mirada ausente y una voz que parece de otro mientras tengo la cabeza en otro lado. ¿Cuándo piensa volver Carol? Y sobre todo, ¿qué me hace pensar que puede regresar? Las imágenes de nuestro robo me desfilan por el tarro: cómo Carol consiguió entrar en el museo, cómo consiguió burlar los sistemas de seguridad y llevarse aquellas ánforas podridas, cómo escapó de la poli y me dejaba en la estacada.

No pensaría que podría volver si no se tratase de Carol. Todo mi mundo está patas arriba por su culpa, pero la verdad es que ya lleva así unos cuantos meses. Y me alegro. Es mucho mejor de lo que había antes de que ella me enseñara todo lo que sé. 

Una parte de mí toca madera para que realmente haya escapado del país y pretenda empezar de nuevo en otro sitio abandonándome a mi suerte. No estaría todo perdido. Si consigo escapar de esta o acortar la pena de prisión, o si simplemente sobrevivo a la temporadita que me espera en el tendido sombra, eso ya habrá sido gracias a mi menda. Pero no sin lo que me hizo ella.

Mientras el fiscal sigue con lo suyo me pregunto si se aplican a esta sala los criterios de negociación de fuerzas. Con lo que he montado con Carol bien tendría con qué negociar, aunque yo no fuera el jefe de todo el tinglado. Pero al fin y al cabo es como ese niño problemático al que le dan algo a cambio de que pare de liarla. 

La situación tiene hasta lado divertido cuando el fiscal me pide que defina coche. Miro la expresión de asesino del fiscal y la que tiene el juez de entierramuertos. La de circunstancia del testigo y la del abogado de defensa, que parece un cirujano que me opera a corazón abierto no dejan de tener su aquél.

¿Que qué hace aquí un mecánico sentado en el banquillo de los acusados? Yo diría que ni siquiera es lo absurdo de la situación lo que cuenta. No. La pregunta es: ¿por qué estoy tan tranquilo? Bueno, esa pregunta que me hago a mí mismo mientras el fiscal tose y se prepara para volver a la carga después de que le haya definido coche sólo tiene un buen puñado de respuestas.

Lo mejor que puede pasarme es que Carol se haya ido y que me encarcelaran. Ya averiguaría yo la forma de salir de esta. Sobre todo con lo que he tenido que pasar antes de esto.

Pero no.

Uno nunca debería estar tranquilo. No con Carol suelta por ahí.





domingo, 24 de febrero de 2019

jueves, 14 de febrero de 2019

Los oficinistas locos




El Tiquismiquis presenta a...

LOS OFICINISTAS LOCOS 

en . . . 

OCASIÓN ESPECIAL
































































































Y colorín colorado...
...se fueron todos al paro
y alguna indemnización debieron pagar también

(PERO al jefe no se le volvió a ocurrir pedir nada parecido nunca más a los siguientes empleados que contrató durante el resto de su vida)

y además dos de los empleados descubrieron el delicioso mundo de emitir porno amateur a través de webcam

Moraleja: no le des más vueltas, es humor absurdo





cómic: Permiso de obras (updated, parte 2)

Bienvenidxs a El Tiquismiquis una vez más! Probaremos si es viable actualizar la historia actual en este mismo post según vayan saliendo lo...