martes, 12 de marzo de 2019

El Descontrol (3): el ataque de epilepsia



Resultó que la moto era robada, nos dijo el jefe al día siguiente. 

El día que me encontré el taller rodeado de polis tardamos en retomar una actividad tirando a normal y al jefe no le llegaba la camisa al cuello, sintiéndose como se sentía objeto de sospechas. Los polis querían saber si él había consentido en tapar el robo de la moto, si sabía algo, si conocía a quien la trajo al taller... y un millón de cosas más.

¿Pero robada a quién, y por qué nos la endilgó aquella mujer en lugar de venderla en el mercado negro? Normalmente cuando robas una moto no la vas a regalar, ¿no? A no ser, claro, que creas que deshacerte de ella en un taller es una buena protección, porque va a tirarse aquí durante días. Pero entonces estaría loca, ¿o qué? Debes de haber dejado miles de indicios —pelos, caspa, huellas dactilares— que te incriminen. ¿Así que por qué no venderla o prenderle fuego, o romperla y enviarla al chatarrero?

En fin, que al cabo de los días al jefe se le pasó el disgusto, y al final nosotros también dejamos de tocar el tema y retomamos nuestras funciones de robots humanos en aquel taller. 

Aunque a veces volvíamos al asunto.

— La burra esa... —se quejaba el jefe—. Una puesta a punto general, me dice, no le pasa nada, dice, es que me gusta tenerla perfecta. ¡Robada nada menos, la madre que la parió! ¡Un poco más y nos meten en la trena a todos! ¡Y el negocio va a tomar por culo por su culpa, qué te parece! ¡Pues la mañana perdida a mí quién me la devuelve! ¡Y el disgusto, y el ataque al corazón que casi me entra! ¡Por no hablar del trabajo y el tiempo perdidos! ¡Que si puesta a punto, mano de obra, cambio de aceite, engrase y todo el resto de mierdas, todo gratis, y la poli va y se lleva aquella moto que a saber de dónde ha sacado la burra esa! ¡Hale, al cuerno! ¡Venga trabajar y todo para nada! Como la pille por el barrio me va a oír...

Pero lo decía para descargarse. Todos sabíamos que a esa no le volvíamos a ver el pelo.

Y a decir verdad fue cierto. No ese mismo pelo, por lo menos. 

Creía que podría volver por fin a mi vida gris y aburrida, pensé. Pero el viernes por la noche siguiente, cuando me fui de birreo con Lucía, mi novia, ocurrió otra cosa extraña. 

En el bareto había gente para dar y vender y música bonita y campechana. Lo normal en una noche de viernes. Lucía me hablaba de sus problemas con sus compañeras de trabajo, de lo que le había ocurrido durante la semana, la  nueva música que había descubierto y la nueva app que acababa de encontrar, una que servía para contar el número de veces que te pasa cualquier cosa y volverte un poco más neurótica si cabe. Todo iba más o menos bien hasta que le pregunté que por qué no abría un contador nuevo, para poner la primera vez que a una tía le daba un chungo en la mesa de la esquina.

Habíamos oído un grito y justo después una munión de gente que se arremolinaba en torno a la silla caída, a cinco mesas más allá, justo en la esquina que estaba más a mi derecha. Entretanto sonaba como si nada la música, que en ese momento reproducía Qué pasará, qué misterio habrá. Se montó mucho revuelo, y mucha gente se levantó para acercarse, pero como todos no pudieron a la vez algunos empezaron a dar vueltas por allí. El grupo que se había formado en torno a aquella mesa estaba mirando a algo que estaba en el suelo. Yo también fui hacia allí. Era una mujer joven que tenía el pelo muy negro y los ojos con mucha sombra del mismo color, mientras que la piel era bastante blanca. Su ropa era negra también, con complementos como redes en las manos. Su cuerpo se movía y tenía convulsiones mientras la empleada de la barra se acercaba. 

— Es epilepsia —dijo alguien, y a todos nos pareció muy factible, vistos los ojos en blanco y la espuma que le salía por la boca—. Dejadla respirar, ya se le pasará, lo único que hay que hacer es dejar que se le pase y que no se ahogue ni se trague la lengua. Lo sé, a una colega de mi primo le ocurre lo mismo.

De modo que por eso tenía la cara tan blanca, y yo creyendo que era por gótica. Ahí la dejamos, y muchos volvimos a nuestras mesas. Me volví a sentar con Luci, y nos pusimos a hablar de lo que había pasado mientras la mujer convulsionaba y la muchacha del primo la asistía y procuraba que no le ocurriera nada. 

Cuando se le pasó el ataque la vimos ir a la caja a pagar lo suyo y abandonar el local andando encorvada, agarrada del brazo de la mujer que ahora la ayudaba a salir a la calle, que le preguntaba si quería que llamara a un taxi mientras la otra asentía con la cabeza. Pero no pudimos hablar mucho más de ella. Algo estaba pasando tras la barra. La empleada que había ido a socorrer a la gótica de cara blanca y pelo negrísimo discutía ahora de manera muy acalorada con su jefe al lado de la caja registradora.

En fin, nos dijimos, y Luci y yo seguimos hablando.

Pero el jefe del local se puso en medio de su antro y profirió con voz muy alta:

—¡¡De aquí no se va nadie hasta que salga el que se haya llevado lo de la caja!!
























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