Ahora que lo pienso, yo vivía muy tranquilo antes de conocer a la loca. Demasiado tranquilo. Sólo las canciones de la radio y la charla con colegas de curro y el jefe amenizaban la odisea de currar allí. Los días pasaban entre resquicios de motores, válvulas, chasis, árboles de levas y cosas similares. Todo para gente que se queja más que habla y quiere para ayer lo que no puedes tener para mañana. Así que me comprenderéis si os digo que yo aquella vida la echaba de menos, porque así es. Pero que si me dan a elegir entre volver y quedarme aquí en el interrogatorio con los años que me pesan cual espada de Damocles ya no sé yo qué pensar.
La primera vez que veo a Carol entrar por la puerta del taller también fue la primera que pensé que nunca había visto nada igual. Su par de tacones sonaba más fuerte que el ruido de una moto y los oías desde lejos. El bolso del Zara de piel de cocodrilo y la melena pelirroja vinieron luego, acompañados de una nube de su Allure Eau de Parfum con el que más adelante me dijo que se había rociado aquel día; con objeto, supongo, de iniciar la guerra química. Mezclado con el olor de la suciedad, el sudor mío y de los demás, el aceite, la grasa, las máquinas, el carburante y otras emanaciones del taller, aquello daba un resultado cuando menos curioso que nunca he vuelto a sentir en ningún lado.
La vi —yo y todos los demás— acercarse a mi compañero Lucas, junto al eleva-coches, y preguntarle algunas cosas. De ahí pasó a hablar con el jefe... con el que estuvo de cháchara algo más de tiempo. Cantaba como una almeja en una frutería con su maquillaje y labios pintados rojísimos. Sin embargo, salvo toda la allure que le vi pasear por el taller, no pensé que fuese una mujer especial ni nada por el estilo. Al taller, por cierto, le sentaban como a un santo dos pistolas aquella chaqueta de pelo de vete a saber qué animal, y su vestido rojo floreado que parecía que iba a ir a una boda, y sus cadenitas y pendientes y ese tipo de pijadas. Era guapa, eso sí que no se niega. E iba maqueada con el pintalabios y el rimel justito para no pasarse. Poco se le apreciaban sus encantos más bajos tras la ropa, pero Carol no necesita arreglarse demasiado para ser de esas que si no están buenas poco les falta. Claro que pensé "¿pero quién es esta y qué hace aquí?". Y todo ese tipo de cosas que se te pasan por la cabeza cuando viene un cliente nuevo. Pero nunca pensé que iba a ser... en fin, que Carol iba a ser Carol.
Quiero decir, a mi taller había venido gente de lo más dispar. También modennos y aburguesados, de esa gente que se arregla a tope aunque en el fondo sea un comemierda como todo hijo de vecino. Pero aquello era distinto. No sabría decir cómo, porque entonces era lego y lerdo en ese tipo de cosas. Pero algo había en esa tía y esa moto —no veas qué cilindrada se gastaba la tía— como para que nos preguntásemos por qué no iba a algún taller de los decentes, en otro barrio poblado por casta de mayor poder adquisitivo, esos antros equipados con la mejor tecnología punta alemana cubiertos de diamante en polvo que sólo podíamos imaginar en sueños. Y de paso nos preguntamos por qué traía la moto ella misma cuando parecía la amiga de la cuñada de un invitado a una boda real. Una mezcla rara de desconfianza y de otras cosas entraron al taller con ella, y allí se diluyeron en mis pensamientos cuando la vi marcharse.
No sé, nunca me han ido las pijas. Tan arregladas que hasta dan un poco de asco, eso pensaba. La verdad la veo ahora. Mucha fachada y pajareo mental es lo que hay. Eso de que eran inalcanzables para mí ha caído como el membrillo maduro que era yo, en parte porque desde entonces me he tirado a varias que aún están más buenas y maqueadas que Carol. Gracias a Carol, por cierto. Y ya he visto que no era autoengaño; las pijas no me interesan. Y de hecho pueden ser peores que las otras.
La primera vez que veo a Carol entrar por la puerta del taller también fue la primera que pensé que nunca había visto nada igual. Su par de tacones sonaba más fuerte que el ruido de una moto y los oías desde lejos. El bolso del Zara de piel de cocodrilo y la melena pelirroja vinieron luego, acompañados de una nube de su Allure Eau de Parfum con el que más adelante me dijo que se había rociado aquel día; con objeto, supongo, de iniciar la guerra química. Mezclado con el olor de la suciedad, el sudor mío y de los demás, el aceite, la grasa, las máquinas, el carburante y otras emanaciones del taller, aquello daba un resultado cuando menos curioso que nunca he vuelto a sentir en ningún lado.
La vi —yo y todos los demás— acercarse a mi compañero Lucas, junto al eleva-coches, y preguntarle algunas cosas. De ahí pasó a hablar con el jefe... con el que estuvo de cháchara algo más de tiempo. Cantaba como una almeja en una frutería con su maquillaje y labios pintados rojísimos. Sin embargo, salvo toda la allure que le vi pasear por el taller, no pensé que fuese una mujer especial ni nada por el estilo. Al taller, por cierto, le sentaban como a un santo dos pistolas aquella chaqueta de pelo de vete a saber qué animal, y su vestido rojo floreado que parecía que iba a ir a una boda, y sus cadenitas y pendientes y ese tipo de pijadas. Era guapa, eso sí que no se niega. E iba maqueada con el pintalabios y el rimel justito para no pasarse. Poco se le apreciaban sus encantos más bajos tras la ropa, pero Carol no necesita arreglarse demasiado para ser de esas que si no están buenas poco les falta. Claro que pensé "¿pero quién es esta y qué hace aquí?". Y todo ese tipo de cosas que se te pasan por la cabeza cuando viene un cliente nuevo. Pero nunca pensé que iba a ser... en fin, que Carol iba a ser Carol.
Quiero decir, a mi taller había venido gente de lo más dispar. También modennos y aburguesados, de esa gente que se arregla a tope aunque en el fondo sea un comemierda como todo hijo de vecino. Pero aquello era distinto. No sabría decir cómo, porque entonces era lego y lerdo en ese tipo de cosas. Pero algo había en esa tía y esa moto —no veas qué cilindrada se gastaba la tía— como para que nos preguntásemos por qué no iba a algún taller de los decentes, en otro barrio poblado por casta de mayor poder adquisitivo, esos antros equipados con la mejor tecnología punta alemana cubiertos de diamante en polvo que sólo podíamos imaginar en sueños. Y de paso nos preguntamos por qué traía la moto ella misma cuando parecía la amiga de la cuñada de un invitado a una boda real. Una mezcla rara de desconfianza y de otras cosas entraron al taller con ella, y allí se diluyeron en mis pensamientos cuando la vi marcharse.
Pero al cabo del rato me olvidé de Carol, de de objetificar a las mujeres y de qué debía hacer aquella pija en el taller.
No fue hasta dos días después que la vimos aparecer con una Kawasaki de las más impresionantes, y al instante mi jefe dejó lo que estaba haciendo y corrió a saludarla. Volvió a hablar con ella, y Carol preguntó unas cuantas cosas sobre el taller como para hacerse la simpática, y se fue dejando allí la supermoto. Y los días fueron pasando, y yo pensando que tiempo después ocurriría como con cualquier otro cliente. La vería recoger el vehículo, irse y no volver nunca jamás.
Sí que es verdad que no volvió nunca. Pero se olvidó de venir a por la moto antes. Nos quedamos allí con el vehículo, esperando a qué pasaba.
Hasta que un día, según iba al trabajo, me encuentro el percal. Cuatro coches de la poli rodeaban el taller, y el jefe estaba rojo como un tomate, con la camisa tan mal puesta como si estuviera beodo, contestando a las preguntas de los agentes.
No fue hasta dos días después que la vimos aparecer con una Kawasaki de las más impresionantes, y al instante mi jefe dejó lo que estaba haciendo y corrió a saludarla. Volvió a hablar con ella, y Carol preguntó unas cuantas cosas sobre el taller como para hacerse la simpática, y se fue dejando allí la supermoto. Y los días fueron pasando, y yo pensando que tiempo después ocurriría como con cualquier otro cliente. La vería recoger el vehículo, irse y no volver nunca jamás.
Sí que es verdad que no volvió nunca. Pero se olvidó de venir a por la moto antes. Nos quedamos allí con el vehículo, esperando a qué pasaba.
Hasta que un día, según iba al trabajo, me encuentro el percal. Cuatro coches de la poli rodeaban el taller, y el jefe estaba rojo como un tomate, con la camisa tan mal puesta como si estuviera beodo, contestando a las preguntas de los agentes.
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