miércoles, 10 de abril de 2019

El Descontrol 5: el bar




La gente del bar miraba de reojo a Carol, pero tampoco tenía mucho tiempo para fijarse en ella con el partido de Champions que daban por la tele. Allá en la esquina, con la cara envuelta en el pañuelo, limpiándose las lágrimas, ahí estaba Carol. Lo mismo se creía la parroquia que ella estaba así porque era una hincha del PSG, que era el equipo que estaba perdiendo en ese momento.

Me quedé clavado unos segundos allí mirándola, dividido entre ir a preguntarle qué le ocurría (y de paso preguntarle por qué carajo nos había llevado una moto robada al taller) y ver el partido con mis colegas. Y quedarme así sin más, y ya contarle a los del curro al día siguiente que había visto a la ladrona de motos. 

Opté por no hacer nada. Pedimos unas bravas y unas cervezas y atacamos el alijo mientras nos sentábamos a ver el partido. Sin embargo, miré a Carol de vez en cuando. Hoy no se había arreglado tanto como la primera vez, estaba más normal, más campechana. Y precisamente ahí estaba lo que me llamaba la atención. Parecía otra persona distinta, no aquella pija que vino a vernos con aquel pedazo moto. Y llevaba el pelo bien negro, no rojizo como el día aquel. Negro azabache, más negro que la uña de un minero en el sobaco de Mandela en el fondo del mar metido en un cofre de tinta china. De un tono muy parecido al de la gótica que el viernes anterior había robado la caja registradora del otro bar. Tan parecido que ahora que lo pienso tenía que haber caído en la cuenta antes de que las dos eran la misma persona.

Pero como en ese momento no paraba de llorar, a mí ni se me pasó por la cabeza. 

— ¿Qué miras ahí? —me preguntó Pedro, uno de los dos colegas con los que había ido a ver el partido—. ¿Te mola la tía esa?

Yo les conté lo del robo de la moto y el cacao que se llevó el jefe por su culpa.

— A lo mejor se siente culpable —dijo Alex. 
— Y qué más —contestó Pedro—. Será por otra cosa que llora. La gente así no se siente culpable por nada. Pero me hace a mí lo que a tu jefe y ya iba para la mesa y le metía un sopapo. 
— Pregúntale, anda —dijo Alex—— Ve a preguntarle. A ver si te dice por qué...
— Luego, luego... es que ahora...
— ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOL! —oímos que gritaba la gente, y en media décima de segundo el ruido se lo llevó todo.
— ¡Mierda! —hizo Pedro, pero apenas se le escuchó berrear—. ¡Me lo he perdido!
— Si estuvierais por lo que tenéis que estar... —dijo Alex, que lo había visto de milagro—. Que ya no respetáis ni lo más sagrado.

Dos a cero. Carol no paraba de llorar. Los colegas ya no se fijaban en ella, era como si ya hubieran agotado toda la cuota de neuroneo que le tenían asignada.

— Te fijas mucho en ella para ser sólo curiosidad —dijo Alex al cabo de un rato, cuando me pescó mirando a Carol de nuevo. Venga, dile algo.
— O vas tú o voy yo —dijo Pedro.

Eso sí que era una amenaza. Cada vez que Pedro habla, sube el pan. Y es mejor que no haga. Pero aquel día se quedó a gusto. Aún no sé cómo seguía cayendo en sus provocaciones. Claro que ninguna de esas veces me salió tan caro como el día aquel.

Total, que voy a la mesa de Carol dispuesto a hacerme el simpático. Algo que no es un escalofrío pero que se le acerca me recorre ese espacio que hay entre el esternón y la tráquea mientras camino como un pato mareado hacia su mesa. Voy a preguntarle qué le pasa y todo eso. Nada más. No es asunto mío, mierda, ¿qué hago de pie y por qué no me vuelvo? A lo mejor lo único que quiere es que la dejen en paz. Pero entonces no vas a refugiarte a un bar a toda hostia el día de un partido de la Champions. Entonces, como un rayo que pasa por mi mente, se me ocurre el cuento de que la reconocía del taller. Y que si puedo hacer algo por animarla, claro está, la típica reacción altruista e instinto humano. A lo mejor así no lo toma como un acercamiento no deseado. ¿Pero qué estoy diciendo yo ya? ¡Si ni siquiera me gusta la loca esta!

Cuando estoy pensando todo esto ya me he sentado no sé cómo en la silla de delante. Estoy con los huevos por corbata. Pero vamos a ser razonables, pensé. Puede que te cuente algo Lo peor que te puede pasar es que te eche. Porque no creo yo que tenga una pistola metida en la chaqueta, ¿no?

La primera vez que me mira a los ojos me siento como delante de uno de esos espejos deformadores de las ferias. Pone la misma cara de sorprendida que yo, sólo que multiplicada por treinta, como la máxima sorpresa que una persona puede expresar.

Y en ese momento me doy cuenta de que tiene los ojos azules y me extraña, como si fuera posible ver a alguien una vez y no darse cuenta de una cosa así.

— Ey... —le digo—. ¿Qué te pasa? ¿Puedo hacer algo por ti?

No me contestó. Paró de llorar y se secó las lágrimas con una de las servilletas de papel de la mesa. Luego se sonó de una manera que se le oyó en medio del bar aun por encima del retransmisor del partido:

— ¡PPRRRRRTTT! mch, mch. Mch.
— Si quieres me voy —le dije.

Ella contestó que no con la cabeza. Ya no lloraba. 

— Oye, ¿y qué te pasaba? Bueno, si me lo quieres contar...

Miró hacia abajo. Se volvió a limpiar los mocos. Y entonces me di cuenta de que no hay nada en la mesa. Más aún, me acordé de que en realidad la mesa llevaba monda y lironda desde que entré con mis colegas en el bar hacía rato. 

— ¿No te traen lo que has pedido? 

La mirada que me lanza me indica que no se esperaba esa pregunta. Si es que soy un genio adivinando cosas, me dije.

— ¿Por eso llorabas? ¿Te sentías dejada de lado, o algo?

Recuerdo que esa es la primera vez que pensé que Carol estaba loca. Me miró sorprendida y acto seguido se echó a reír, como si yo hubiera dicho la tontería más grande del mundo, como si fuese tan inocente que hasta no se lo pudiera creer. Debía de andar metida en un buen lío, uno de los gordos, pensé. A ver si aún iba a salir mal de esta.

No sé por qué no me había largado ya de allí. Pero supongo que algo me estaba reteniendo. Tal vez el hecho de que hubiese robado una moto, su llanto, su risa, lo guapa que era, o las ganas de recordar cómo sonaba su voz. O tal vez fue que sentía las miradas del Pedro y el Alex clavadas en el cogote. Si no no me explico cómo fui capaz de ignorar un partido de Champions.

Entonces levantó la mano. El camarero, que no paraba de un lado para otro sirviendo a todo el mundo, dejó lo que hacía y se acercó poco después. 

— ¿Sí?
— Lo de siempre, por favor —dijo resuelta.
— Marchando.

El camarero se fue y me quedé con Carol a solas de nuevo. Entonces ella suspiró. Y de repente, no sé si por el gesto o por si los pensamientos hacía rato que me bailaban por el tarro, me di cuenta de que la gótica del otro bar era ella.

— ¿Qué te pasa? —me pregunta—. Parece que hayas visto un fantasma.
— No, es que... bueno, ¿te acuerdas de mí? Soy el del taller... y te he reconocido y...
— ¿Qué taller?

Ahora hacía comedia.

— Pues el taller donde fuiste la semana pasada.

Frunció el ceño, como no entendiendo.

— Sí, hombre, el taller donde llevaste aquella moto... 
— ¿Qué moto? —preguntó extrañada. 
— Pues para no acordarte metiste a mi jefe en un buen lío, ¿sabes? —le dije, olvidándome por completo de que había venido a animar a una pobre alma en pena. 
— ¡Ah, aquella moto...! —dijo entonces, como si se le hubiese pasado un detallejo sin importancia—. ¿Y por qué dices que metí en un lío a tu jefe?
— ¿Sabes que te ha denunciado?
— ¿A mí? ¿Por qué?
— ¡Hombre! La moto era robada, ¿te parece poco?
— ¿Qué me estás contando?
— ¿No lo sabías?
— ¿Yo? 
— Tú sabrás lo que haces, a mí no me tienes que despistar. 
— Pues ni idea —me dice.
— ¿Y qué hacías con una moto robada?
— Yo es que la vi huerfanita y la pensé llevar al taller, nada más, hasta que alguien la reclamara. 

El camarero viene y nos sirve las dos coca-colas.

— ¿Has pedido para mí? —pregunto extrañado.
— Claro.
— ¿Por qué?
— No me vendrá mal algo de compañía. Por cierto, ¿te apetece cenar?
— Es que... —hice señalándole las tapas que estaba comiendo con los colegas.
— Ya, no tienes mucha hambre, ¿no? Tranquilo, no he pedido tanto por lo mismo...
¿Pero esta qué se ha creído?
— Pero es que he venido con unos colegas y...

Sigo la dirección de su dedo y me giro. Era verdad. Están enfrascados en el partido. Y yo me lo estoy perdiendo por culpa de Carol.

— Si no te sabe mal... me vuelvo a la mesa. Sólo quería saber qué había pasado con la moto.
— Pues ni idea.

Ya me había levantado y dado la espalda a Carol cuando me viene algo a la mente.

— Y... una cosa... antes de que me vaya... ¿por casualidad estabas el viernes pasado en el Bar Esciliano? 
— ¿Bar Esciliano? —dice con los labios apretados hacia adelante, con cara de no saber nada.
— Sí. Creo que se llamaba así, vaya...

Frunce el ceño.

— Me suena vagamente. ¿Qué pasó?
— ¿Pero no te acuerdas? —digo volviéndome a sentar—. ¡Pero si estaba lleno de gente!

Ella dice que no. Sólo me pregunta quién había allí. Como si ella y yo nos conociéramos lo suficiente como para tener amigos en común o algo...

— ¡Yo qué sé! ¡Sólo fui con mi novia, y...!
— Ah —sonríe—. Tu novia...
— Sí, ¿qué pasa?

Para cuando estoy a medias con la anécdota, el camarero ya le ha traído a Carol todo lo que ella le ha pedido y se lo come mientras sigo hablando. Me deja coger de las bravas, y luego de los buñuelos, y al final me termino bebiendo la cola. Y para cuando acabo de contarle lo del viernes ya he comprendido que igual tiene algo chungo, la chica esta, además de la epilepsia de la que hizo gala.

—...y una chica te acompañó hasta la puerta y te llevó hasta un taxi, y así te fuiste...

A medida que voy terminando asiente con la cabeza y abre mucho los ojos mientras mastica, como estando tan de acuerdo con lo que le digo que apenas puede creérselo.

— Dios mío... —dice con la boca llena, una mano en la frente y los ojos muy abiertos—. Dios mío, es verdad... Creía que lo había soñado...

Traga, se pasa la mano por la boca y le cae alguna menudencia de lo que ha comido. La miro y constato que al final va a ser más espectáculo que el propio fútbol. Ha puesto los ojos como platos tantas veces a lo largo de la conversación que ya estoy lamentando haberme vuelto a sentar con ella. Empieza a darme algo de miedo. Si no está loca, pienso, por lo menos se esfuerza mucho por aparentarlo. O eso o estudia teatro y me usa de conejillo de indias.

— Oye —me dice de repente, y me mira como si hubiese descubierto un diamante embruto—. Oye, oye. Tú tienes muy buena memoria, ¿no?
— Bueno... la suficiente como para acordarme de que el viernes pasado se montó un pollo en el bar ese porque alguien se llevó lo de la caja —le digo intentando que se dé cuenta de que sospecho que ha sido ella— y de que el lunes anterior mi jefe se agobió que no veas y nos agobió a nosotros que no veas sólo por tener el establecimiento lleno hasta los topes de polis.
— Es que creo... oye, ¿te importa un momento? Creo que tengo que ir al lavabo...
— Sí, claro.

Aprovecho la ocasión para volver con mis colegas. Luego ya le diré a la mujer esta que había tardado un poco, que mis amigos me echaban de menos, que gracias por los buñuelos y las patatas. Lo típico, vaya. 

Y por Dios, ¡qué ganas tenía de seguir viendo el partido! Mis colegas me preguntan y yo les voy contando, sin reparar en si la loca me está oyendo. Ni siquiera me doy la vuelta. Para cuando lo hago veo que la mesa de Carol está vacía. Ya se ha ido, y se me pasa por la cabeza que no voy a volver a verla.

— Goooooooooooooooooooooooooooooooooool! —gritó el comentador.


— ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL! —se deshizo en gritos el bar entero.

Y total que acaba la primera parte, pasa el medio tiempo, termina todo el partido y ya acabamos de pagar lo nuestro cuando el del bar me dice que si se me han olvidado los buñuelos, las bravas, las cocacolas...





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