Efectivamente, era Carol quien había fingido el ataque de epilepsia aquella noche para que la empleada, que estaba compinchada con ella, le llevara el contenido de la caja. Ya, lo sé. Antes dije que Carol era pelirroja, y la chica del ataque de epilepsia era una gótica de pelo negro. Pero el caso es que hasta ahora no he podido averiguar cuál es el color de pelo natural de Carol.
El pollo que se montó nos tuvo recluidos en el garito aquel hasta que entre todos consiguieron que se serenase el energúmeno del dueño. Al cabo de cinco minutos larguísimos dejó de soltar alaridos y que de ahí no se movía nadie hasta que apareciera la pasta, y que iba a denunciarnos a todos y a llamar a la policía. Y el tío aprovechó para avisar de que ya podíamos vaciar los bolsillos con amenazas de arrancar según qué cosas al listillo. Ahora que lo pienso, ¿es machista que a uno no se le ocurra pensar que quien ha cometido un robo sea una mujer? Dejémoslo. Ahora al recordarlo me hace mucha gracia, pero Dios, qué miedo pasé.
No lo sabía entonces, pero ese fue el principio del fin de mi relación con Lucía. No sé cuántos años más me hubiera pasado languideciendo en aquella dinámica nauseabunda que apestaba a nido de cucarachas, y tampoco sé decir si estoy mejor ahora en ese aspecto o si estaba mejor antes. Pero sí puedo decir que la culpa fue de Carol.
Yo de momento no he sabido de ningún gililoco que haya inventado una app para medir la rabia por centímetro cúbico de aire, y rezo porque así siga la cosa. Y sin embargo, de todas formas, doy la idea, a ver si alguien la recoge y terminamos de volvernos todos locos y con suerte peta el mundo o algo. Pero menos mal que aún no existe nada parecido porque entonces Lucía, la que era mi novia, se habría descargado tal aplicación, lo mismo que se descargaba aplicaciones para contar pasos, contar kilómetros, contar latidos de corazón y contar cualquier cosa contable (y luego me daba la vara con explicaciones al respecto). La noche del ataque de epilepsia le habría petado el móvil por sobrecarga, teniendo que barrer una de piezas por el suelo que le daba para un Lego. Y luego me habría tocado a mí tener que regalarle uno nuevo por su cumpleaños, o su santo, o por el aniversario, o por una de las ocasiones especiales que surgían como setas a lo largo del año.
Pero entonces, en la tarde de un miércoles cualquiera, que no sé si fue de dos o tres semanas tras el incidente de la epilepsia, me fui a un bar a merendar con los colegas mientras veíamos el partido de Champions. Allí encontré a una mujer que lloraba a lágrima viva en una de las mesas.
Esa vez sí la reconocí al instante.
Era Carol.