lunes, 25 de marzo de 2019

El Descontrol 4 - El comienzo




Efectivamente, era Carol quien había fingido el ataque de epilepsia aquella noche para que la empleada, que estaba compinchada con ella, le llevara el contenido de la caja. Ya, lo sé. Antes dije que Carol era pelirroja, y la chica del ataque de epilepsia era una gótica de pelo negro. Pero el caso es que hasta ahora no he podido averiguar cuál es el color de pelo natural de Carol.



El pollo que se montó nos tuvo recluidos en el garito aquel hasta que entre todos consiguieron que se serenase el energúmeno del dueño. Al cabo de cinco minutos larguísimos dejó de soltar alaridos y que de ahí no se movía nadie hasta que apareciera la pasta, y que iba a denunciarnos a todos y a llamar a la policía. Y el tío aprovechó para avisar de que ya podíamos vaciar los bolsillos con amenazas de arrancar según qué cosas al listillo. Ahora que lo pienso, ¿es machista que a uno no se le ocurra pensar que quien ha cometido un robo sea una mujer? Dejémoslo. Ahora al recordarlo me hace mucha gracia, pero Dios, qué miedo pasé. 



No lo sabía entonces, pero ese fue el principio del fin de mi relación con Lucía. No sé cuántos años más me hubiera pasado languideciendo en aquella dinámica nauseabunda que apestaba a nido de cucarachas, y tampoco sé decir si estoy mejor ahora en ese aspecto o si estaba mejor antes. Pero sí puedo decir que la culpa fue de Carol.

Yo de momento no he sabido de ningún gililoco que haya inventado una app para medir la rabia por centímetro cúbico de aire, y rezo porque así siga la cosa. Y sin embargo, de todas formas, doy la idea, a ver si alguien la recoge y terminamos de volvernos todos locos y con suerte peta el mundo o algo. Pero menos mal que aún no existe nada parecido porque entonces Lucía, la que era mi novia, se habría descargado tal aplicación, lo mismo que se descargaba aplicaciones para contar pasos, contar kilómetros, contar latidos de corazón y contar cualquier cosa contable (y luego me daba la vara con explicaciones al respecto). La noche del ataque de epilepsia le habría petado el móvil por sobrecarga, teniendo que barrer una de piezas por el suelo que le daba para un Lego. Y luego me habría tocado a mí tener que regalarle uno nuevo por su cumpleaños, o su santo, o por el aniversario, o por una de las ocasiones especiales que surgían como setas a lo largo del año.

Pero entonces, en la tarde de un miércoles cualquiera, que no sé si fue de dos o tres semanas tras el incidente de la epilepsia, me fui a un bar a merendar con los colegas mientras veíamos el partido de Champions. Allí encontré a una mujer que lloraba a lágrima viva en una de las mesas.



Esa vez sí la reconocí al instante. 



Era Carol.





martes, 12 de marzo de 2019

El Descontrol (3): el ataque de epilepsia



Resultó que la moto era robada, nos dijo el jefe al día siguiente. 

El día que me encontré el taller rodeado de polis tardamos en retomar una actividad tirando a normal y al jefe no le llegaba la camisa al cuello, sintiéndose como se sentía objeto de sospechas. Los polis querían saber si él había consentido en tapar el robo de la moto, si sabía algo, si conocía a quien la trajo al taller... y un millón de cosas más.

¿Pero robada a quién, y por qué nos la endilgó aquella mujer en lugar de venderla en el mercado negro? Normalmente cuando robas una moto no la vas a regalar, ¿no? A no ser, claro, que creas que deshacerte de ella en un taller es una buena protección, porque va a tirarse aquí durante días. Pero entonces estaría loca, ¿o qué? Debes de haber dejado miles de indicios —pelos, caspa, huellas dactilares— que te incriminen. ¿Así que por qué no venderla o prenderle fuego, o romperla y enviarla al chatarrero?

En fin, que al cabo de los días al jefe se le pasó el disgusto, y al final nosotros también dejamos de tocar el tema y retomamos nuestras funciones de robots humanos en aquel taller. 

Aunque a veces volvíamos al asunto.

— La burra esa... —se quejaba el jefe—. Una puesta a punto general, me dice, no le pasa nada, dice, es que me gusta tenerla perfecta. ¡Robada nada menos, la madre que la parió! ¡Un poco más y nos meten en la trena a todos! ¡Y el negocio va a tomar por culo por su culpa, qué te parece! ¡Pues la mañana perdida a mí quién me la devuelve! ¡Y el disgusto, y el ataque al corazón que casi me entra! ¡Por no hablar del trabajo y el tiempo perdidos! ¡Que si puesta a punto, mano de obra, cambio de aceite, engrase y todo el resto de mierdas, todo gratis, y la poli va y se lleva aquella moto que a saber de dónde ha sacado la burra esa! ¡Hale, al cuerno! ¡Venga trabajar y todo para nada! Como la pille por el barrio me va a oír...

Pero lo decía para descargarse. Todos sabíamos que a esa no le volvíamos a ver el pelo.

Y a decir verdad fue cierto. No ese mismo pelo, por lo menos. 

Creía que podría volver por fin a mi vida gris y aburrida, pensé. Pero el viernes por la noche siguiente, cuando me fui de birreo con Lucía, mi novia, ocurrió otra cosa extraña. 

En el bareto había gente para dar y vender y música bonita y campechana. Lo normal en una noche de viernes. Lucía me hablaba de sus problemas con sus compañeras de trabajo, de lo que le había ocurrido durante la semana, la  nueva música que había descubierto y la nueva app que acababa de encontrar, una que servía para contar el número de veces que te pasa cualquier cosa y volverte un poco más neurótica si cabe. Todo iba más o menos bien hasta que le pregunté que por qué no abría un contador nuevo, para poner la primera vez que a una tía le daba un chungo en la mesa de la esquina.

Habíamos oído un grito y justo después una munión de gente que se arremolinaba en torno a la silla caída, a cinco mesas más allá, justo en la esquina que estaba más a mi derecha. Entretanto sonaba como si nada la música, que en ese momento reproducía Qué pasará, qué misterio habrá. Se montó mucho revuelo, y mucha gente se levantó para acercarse, pero como todos no pudieron a la vez algunos empezaron a dar vueltas por allí. El grupo que se había formado en torno a aquella mesa estaba mirando a algo que estaba en el suelo. Yo también fui hacia allí. Era una mujer joven que tenía el pelo muy negro y los ojos con mucha sombra del mismo color, mientras que la piel era bastante blanca. Su ropa era negra también, con complementos como redes en las manos. Su cuerpo se movía y tenía convulsiones mientras la empleada de la barra se acercaba. 

— Es epilepsia —dijo alguien, y a todos nos pareció muy factible, vistos los ojos en blanco y la espuma que le salía por la boca—. Dejadla respirar, ya se le pasará, lo único que hay que hacer es dejar que se le pase y que no se ahogue ni se trague la lengua. Lo sé, a una colega de mi primo le ocurre lo mismo.

De modo que por eso tenía la cara tan blanca, y yo creyendo que era por gótica. Ahí la dejamos, y muchos volvimos a nuestras mesas. Me volví a sentar con Luci, y nos pusimos a hablar de lo que había pasado mientras la mujer convulsionaba y la muchacha del primo la asistía y procuraba que no le ocurriera nada. 

Cuando se le pasó el ataque la vimos ir a la caja a pagar lo suyo y abandonar el local andando encorvada, agarrada del brazo de la mujer que ahora la ayudaba a salir a la calle, que le preguntaba si quería que llamara a un taxi mientras la otra asentía con la cabeza. Pero no pudimos hablar mucho más de ella. Algo estaba pasando tras la barra. La empleada que había ido a socorrer a la gótica de cara blanca y pelo negrísimo discutía ahora de manera muy acalorada con su jefe al lado de la caja registradora.

En fin, nos dijimos, y Luci y yo seguimos hablando.

Pero el jefe del local se puso en medio de su antro y profirió con voz muy alta:

—¡¡De aquí no se va nadie hasta que salga el que se haya llevado lo de la caja!!
























jueves, 7 de marzo de 2019

El Descontrol (Capítulo 2): El taller


Ahora que lo pienso, yo vivía muy tranquilo antes de conocer a la loca. Demasiado tranquilo. Sólo las canciones de la radio y la charla con colegas de curro y el jefe amenizaban la odisea de currar allí. Los días pasaban entre resquicios de motores, válvulas, chasis, árboles de levas y cosas similares. Todo para gente que se queja más que habla y quiere para ayer lo que no puedes tener para mañana. Así que me comprenderéis si os digo que yo aquella vida la echaba de menos, porque así es. Pero que si me dan a elegir entre volver y quedarme aquí en el interrogatorio con los años que me pesan cual espada de Damocles ya no sé yo qué pensar.

La primera vez que veo a Carol entrar por la puerta del taller también fue la primera que pensé que nunca había visto nada igual. Su par de tacones sonaba más fuerte que el ruido de una moto y los oías desde lejos. El bolso del Zara de piel de cocodrilo y la melena pelirroja vinieron luego, acompañados de una nube de su Allure Eau de Parfum con el que más adelante me dijo que se había rociado aquel día; con objeto, supongo, de iniciar la guerra química. Mezclado con el olor de la suciedad, el sudor mío y de los demás, el aceite, la grasa, las máquinas, el carburante y otras emanaciones del taller, aquello daba un resultado cuando menos curioso que nunca he vuelto a sentir en ningún lado. 

La vi —yo y todos los demás— acercarse a mi compañero Lucas, junto al eleva-coches, y preguntarle algunas cosas. De ahí pasó a hablar con el jefe... con el que estuvo de cháchara algo más de tiempo. Cantaba como una almeja en una frutería con su maquillaje y labios pintados rojísimos. Sin embargo, salvo toda la allure que le vi pasear por el taller, no pensé que fuese una mujer especial ni nada por el estilo. Al taller, por cierto, le sentaban como a un santo dos pistolas aquella chaqueta de pelo de vete a saber qué animal, y su vestido rojo floreado que parecía que iba a ir a una boda, y sus cadenitas y pendientes y ese tipo de pijadas. Era guapa, eso sí que no se niega. E iba maqueada con el pintalabios y el rimel justito para no pasarse. Poco se le apreciaban sus encantos más bajos tras la ropa, pero Carol no necesita arreglarse demasiado para ser de esas que si no están buenas poco les falta. Claro que pensé "¿pero quién es esta y qué hace aquí?". Y todo ese tipo de cosas que se te pasan por la cabeza cuando viene un cliente nuevo. Pero nunca pensé que iba a ser... en fin, que Carol iba a ser Carol.

Quiero decir, a mi taller había venido gente de lo más dispar. También modennos y aburguesados, de esa gente que se arregla a tope aunque en el fondo sea un comemierda como todo hijo de vecino. Pero aquello era distinto. No sabría decir cómo, porque entonces era lego y lerdo en ese tipo de cosas. Pero algo había en esa tía y esa moto —no veas qué cilindrada se gastaba la tía— como para que nos preguntásemos por qué no iba a algún taller de los decentes, en otro barrio poblado por casta de mayor poder adquisitivo, esos antros equipados con la mejor tecnología punta alemana cubiertos de diamante en polvo que sólo podíamos imaginar en sueños. Y de paso nos preguntamos por qué traía la moto ella misma cuando parecía la amiga de la cuñada de un invitado a una boda real. Una mezcla rara de desconfianza y de otras cosas entraron al taller con ella, y allí se diluyeron en mis pensamientos cuando la vi marcharse.

No sé, nunca me han ido las pijas. Tan arregladas que hasta dan un poco de asco, eso pensaba. La verdad la veo ahora. Mucha fachada y pajareo mental es lo que hay. Eso de que eran inalcanzables para mí ha caído como el membrillo maduro que era yo, en parte porque desde entonces me he tirado a varias que aún están más buenas y maqueadas que Carol. Gracias a Carol, por cierto. Y ya he visto que no era autoengaño; las pijas no me interesan. Y de hecho pueden ser peores que las otras.

Pero al cabo del rato me olvidé de Carol, de de objetificar a las mujeres y de qué debía hacer aquella pija en el taller. 

No fue hasta dos días después que la vimos aparecer con una Kawasaki de las más impresionantes, y al instante mi jefe dejó lo que estaba haciendo y corrió a saludarla. Volvió a hablar con ella, y Carol preguntó unas cuantas cosas sobre el taller como para hacerse la simpática, y se fue dejando allí la supermoto. Y los días fueron pasando, y yo pensando que tiempo después ocurriría como con cualquier otro cliente. La vería recoger el vehículo, irse y no volver nunca jamás.

Sí que es verdad que no volvió nunca. Pero se olvidó de venir a por la moto antes. Nos quedamos allí con el vehículo, esperando a qué pasaba.  

Hasta que un día, según iba al trabajo, me encuentro el percal. Cuatro coches de la poli rodeaban el taller, y el jefe estaba rojo como un tomate, con la camisa tan mal puesta como si estuviera beodo, contestando a las preguntas de los agentes. 




miércoles, 6 de marzo de 2019

El Descontrol (capítulo 1): El juicio



Soy mecánico de coches. Toda la vida lo he sido, y siempre lo seré. Eso es todo lo que soy y eso es todo lo que podré ser algún día.

— ¿Era mecánico de coches al nacer también? 
— S... no. Obviamente, no. 
— ¿Pero entonces sí lo era cuando entró en el Banco de Inversiones con un coche y se llevó la puerta por delante?

No deja de tener gracia que fuera en un banco precisamente. Y una coincidencia que acabáramos allí. Justo donde empezó todo. 

Respondo como puedo a las preguntas del fiscal con la mirada ausente y una voz que parece de otro mientras tengo la cabeza en otro lado. ¿Cuándo piensa volver Carol? Y sobre todo, ¿qué me hace pensar que puede regresar? Las imágenes de nuestro robo me desfilan por el tarro: cómo Carol consiguió entrar en el museo, cómo consiguió burlar los sistemas de seguridad y llevarse aquellas ánforas podridas, cómo escapó de la poli y me dejaba en la estacada.

No pensaría que podría volver si no se tratase de Carol. Todo mi mundo está patas arriba por su culpa, pero la verdad es que ya lleva así unos cuantos meses. Y me alegro. Es mucho mejor de lo que había antes de que ella me enseñara todo lo que sé. 

Una parte de mí toca madera para que realmente haya escapado del país y pretenda empezar de nuevo en otro sitio abandonándome a mi suerte. No estaría todo perdido. Si consigo escapar de esta o acortar la pena de prisión, o si simplemente sobrevivo a la temporadita que me espera en el tendido sombra, eso ya habrá sido gracias a mi menda. Pero no sin lo que me hizo ella.

Mientras el fiscal sigue con lo suyo me pregunto si se aplican a esta sala los criterios de negociación de fuerzas. Con lo que he montado con Carol bien tendría con qué negociar, aunque yo no fuera el jefe de todo el tinglado. Pero al fin y al cabo es como ese niño problemático al que le dan algo a cambio de que pare de liarla. 

La situación tiene hasta lado divertido cuando el fiscal me pide que defina coche. Miro la expresión de asesino del fiscal y la que tiene el juez de entierramuertos. La de circunstancia del testigo y la del abogado de defensa, que parece un cirujano que me opera a corazón abierto no dejan de tener su aquél.

¿Que qué hace aquí un mecánico sentado en el banquillo de los acusados? Yo diría que ni siquiera es lo absurdo de la situación lo que cuenta. No. La pregunta es: ¿por qué estoy tan tranquilo? Bueno, esa pregunta que me hago a mí mismo mientras el fiscal tose y se prepara para volver a la carga después de que le haya definido coche sólo tiene un buen puñado de respuestas.

Lo mejor que puede pasarme es que Carol se haya ido y que me encarcelaran. Ya averiguaría yo la forma de salir de esta. Sobre todo con lo que he tenido que pasar antes de esto.

Pero no.

Uno nunca debería estar tranquilo. No con Carol suelta por ahí.





cómic: Permiso de obras (updated, parte 2)

Bienvenidxs a El Tiquismiquis una vez más! Probaremos si es viable actualizar la historia actual en este mismo post según vayan saliendo lo...